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La fatiga de la verdad: cuando la mentira política se convierte en nuestra jaula

Actualizado: 27 ago


4 minutos de lectura

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Vivimos en una época de ruido constante, un bombardeo de información donde las declaraciones de hoy sepultan a los escándalos de ayer. En este torbellino, nuestra clase política parece haber descubierto un superpoder inquietante: la inmunidad a la verdad . Ya no importa que les pillen en una mentira, que disfracen la realidad con medias verdades o que rescaten promesas huecas. Esta degradación no es una cuestión de ideología, no entiende de izquierdas o derechas, es una enfermedad que afecta a la política en su conjunto y cuya cura, aunque no lo parezca, está en nuestras manos.


El triunfo del hastío y la trampa de las trincheras

¿Cuántas veces hemos visto a un político negar algo que, días después, las pruebas demuestran como cierto? La repetición constante de este patrón va minando nuestra capacidad de asombro hasta llegar al hastío. Pero su estrategia es más sofisticada que simplemente agotarnos. Su gran victoria es sectorizarnos, encerrarnos en trincheras ideológicas .

Nos han convencido de que la política es un partido de fútbol entre equipos irreconciliables. Si eres “de los nuestros”, no puedes votar al rival por muy mal que lo hagamos, porque hacerlo es una traición. Este tribalismo es su póliza de seguros. Les permite actuar con impunidad, sabiendo que su base electoral les perdonará cualquier error o mentira con tal de que “no ganen los otros”. Así, se perpetúan no por sus méritos, sino por el miedo y el rechazo que siembran hacia el contrario. El resultado es que personas sin más capacidad que la manipulación gubernamental, apoyadas por una masa de votantes cautivos que han olvidado que su lealtad debe ser con los principios, no con las siglas.


La asignatura pendiente: educar para ser ciudadanos, no hinchas

Ante este panorama, la pregunta es inevitable: ¿por qué no estamos preparando a las nuevas generaciones para romper esta dinámica? En las escuelas se enseña la estructura del Estado, pero rara vez se enseña “política de verdad” .


No se educa a los jóvenes en el pensamiento crítico aplicado a la política . No se les enseña a diseccionar un discurso, a identificar falacias o a valorar a un representante por su gestión y coherencia, y no por el color de su bandera. Sin estas herramientas, son vulnerables a la demagogia ya la polarización emocional. Formamos hinchas leales, en lugar de ciudadanos críticos con la capacidad de exigir responsabilidades a todos , empezando por los propios.


¿Hacia dónde vamos? El poder está en nuestras manos.

Este camino de apatía y polarización nos conduce a un destino peligroso:

Los Gobiernos de los mediocres: Cuando la lealtad ciega reemplaza a la exigencia, los más preparados y honestos se apartan. Quedan los que mejor dominan el arte de la confrontación.

La pérdida de confianza en el sistema: La desconfianza en los políticos se traslada a las propias instituciones democráticas, debilitando el sistema que nos protege a todos.

El Auge de los populismos salvadores: El hartazgo es el mejor caldo de cultivo para soluciones simples. Cuando la política se convierte en un lodazal, surgen líderes que prometen “dinamitar el sistema”. Ejemplos como los gobiernos de Donald Trump en EE.UU., Jair Bolsonaro en Brasil o Viktor Orbán en Hungría demuestran cómo se puede capitalizar el descontento ciudadano con discursos autoritarios que, a la larga, erosionan las libertades.

Frente a estas letras, que no buscan el pesimismo sino la acción, debemos entender una verdad fundamental: el poder para cambiar esto reside, única y exclusivamente en ti.

No se trata de no tener ideología, sino de que nuestra ideología no nos cigue. El cambio empieza por un acto de soberanía individual: atreverse a castigar con el voto la mentira y la incompetencia, aunque venga de “los nuestros” . Significa informarse más allá de los titulares de nuestro bando, apagar el ruido y analizar los hechos.

La clase política seguirá tensando la cuerda mientras se lo permitamos. Solo cuando entiendan que su poder no depende de votantes cautivos, sino de ciudadanos exigentes que premian la honestidad y la capacidad de gestión, solo entonces, empezaremos a sanar nuestra democracia.


La decisión, en última instancia, es nuestra.

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